miércoles, 26 de junio de 2013

Duelo

El otro día entendí con claridad que la muerte de un ser querido no es un simple "se ha ido" sino, sobre todo, un "no vuelve".
Es una mezcla -a pesar de aceptarlo como real, como inevitable, como algo absolutamente "normal"- de estupor, de pasmo, de incredulidad.
Parece que va a asomarse ahora, renqueando, para sentarse de golpe en el butacón, alegando que no está "ni pa echar migas a un gato".
...¡Y cómo es posible que no vuelva! si todas las cosas nos hablan de él:
los rosales nuevos que, abarrotados de flores multicolores, hubieran sido una alegría para sus ojos sencillos; la música que trae tantos recuerdos al hilo de un Cafrune desgarrador; el rayo verde, Wodehouse, el mar, el "he tenido sumo gusto", un dibujo, sus fotos, sus memorias, el paisaje, sus pajarúas... todo habla de una presencia advertida y, sin embargo, ya no vuelve.

Está en cada uno. Y me gusta verle joven de nuevo. Es lo que, siendo tan distintos, nos une irremediablemente, amablemente. Lo que hace familiar y homenaje, en su parecido, a cualquier gesto o respuesta: a una forma de mirar, a una sonrisa pícara. Al juego de palabras inteligente y divertido.

"Por aquí anda Dios con regadera de lluvia, o disfrazado de sol, asomado a su balcón" (Mª Elena Walsh)

Dicen que hay que dar tiempo al duelo. Como si esto anestesiara la pena. Es verdad: aquel "no vuelve" durará materialmente para siempre. Pero lo imagino quitando en un instante este esbozo de solemnidad, para animarnos más bien a hacer algo útil: recoger el palitroque y continuar la carrera. Nos ha dado las pistas, las herramientas para que, si somos fieles a su memoria, volvamos a "vernos" de verdad, cuando Dios quiera.

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